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Conferencia Central: “Vocación y misión cristiana de la reconciliación”

Por Monseñor Fabio Suescún Mutis

 

El Congreso Nacional de la Reconciliación se realiza este año en el marco de dos acontecimientos bien importantes para nuestra vida como colombianos y creyentes.

 

Por una parte, el país se encuentra a la expectativa del proceso de paz con las FARC.  Hay sentimientos diversos de escepticismo, indiferencia, oposición, recelos, pero es clara la convicción de que no podemos continuar con una situación de violencia y terrorismo que durante muchas décadas ha llenado el país de muerte, desolación e inseguridad.  La paz, así hayan dudas e incredulidad, es un bien que necesitamos para construir un nuevo país.

 

“Que la sangre vertida por miles de inocentes, durante tantas décadas de conflicto armado, unida a aquella del Señor Jesucristo en la cruz, sostenga todos los esfuerzos que se están haciendo, incluso aquí en esta bella isla, para una definitiva reconciliación.

 

Y así a esa larga noche de dolor y violencia, con la voluntad de todos los colombianos, se pueda transformar en un día sin ocaso, de concordia, justicia, fraternidad y amor en el respeto de la institucionalidad, del derecho nacional e internacional, para que la paz sea duradera.

 

Por favor, no tenemos derecho a permitirnos otro fracaso más en este camino de paz y reconciliación.”  (Papa Francisco, La Habana, Angelus, 20 de septiembre de 2015).

 

Por otra parte el próximo 8 de diciembre el Papa Francisco inaugurará el Jubileo de la Misericordia.  Será un año de gracia, de contemplación del misterio de la divina misericordia y de proyección concreta de la misericordia como “fuente de alegría, de serenidad y de paz”. 

 

“La misericordia es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad, Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro.  Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona, cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une a Dios y al hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados no obstante el límite de nuestro pecado” (MV 2).

 

Hay una estrecha relación entre el deseo de conseguir una buena paz y la enseñanza que da el Padre misericordioso como mandato, de sanar heridas y mejorar las relaciones resquebrajadas.

 

RECONCILIACIÓN Y FE

 

El tema que me han pedido tratar con ustedes es el de “la vocación y misión cristianas de la reconciliación”.  La viabilidad de la reconciliación nacional debe ser estudiada desde ángulos diferentes de la cultura.  Ahora nos vamos a acercar a ella desde la perspectiva de la fe cristiana.

 

La fe es la puerta que nos permite entrar al misterio, al mundo maravilloso de Dios (Cf. Hch 14, 27).  Conocer a Dios, su identidad y su manera de actuar con la humanidad, ilumina la realidad histórica y obtenemos claridad sobre un aspecto tan complejo como es el panorama desolador del conflicto violento que vivimos y en cuya solución todos estamos implicados.

 

La Palabra de Dios es para cumplirla todos los días y en las diversas dimensiones de la existencia.  Es una fe comprometida con la persona humana y con la sociedad si se apaga la luz de la fe queda limitada la visión y la solución de los problemas vitales.

 

LA RECONCILIACIÓN

 

El ser humano ha sido creado con especiales cualidades y capacidades para enfrentar la aventura de vivir en esta tierra y en compañía de otros.  Pero ese ser es criatura y por lo tanto contingente, limitado y necesitado de ayuda.  Cada uno de nosotros es una persona original, con virtudes propias para compartir y con vacíos que otros deben llenar.  Esta realidad humana, capaz e indigente, busca en el otro la complementariedad: yo recibo para dar y soy fortalecido por el otro. La complementariedad es una hermosa realidad que nos da la oportunidad de completar y de ser completados.

 

También de la misma originalidad de la persona surgen el choque, el conflicto.  Como todos no pensamos igual ni queremos lo mismo y tenemos intereses distintos, se hacen presentes las diferencias que con frecuencia se tornan en posiciones intraspasables que cada uno defiende algunas veces de manera agresiva.  Aparece entonces el conflicto que de no ser superado por el diálogo, puede terminar en un rompimiento, no ajeno en ocasiones a la violencia.

 

La reconciliación, etimológicamente hablando, mira a arreglar lo que se rompió, a recomponer lo que se deshizo, a sanar una relación rota o a acercar a quienes se han distanciado afectiva, moral o físicamente y con una buena dosis de resentimientos.  Los hombres y mujeres en pelea levantan murallas, crean barreras, se muestran agresivos.

 

En este concepto ubicamos teológicamente la realidad del pecado, que en su origen y en sus consecuencias ha sido un rompimiento de la creatura con el Creador, llevando a conflictos interiores de la persona, a distanciamientos en las relaciones con la familia y con los otros, a hostilidad con la misma naturaleza, resentida por la rebeldía del hombre.  El Maligno tentó a la pareja humana a buscar la felicidad sin Dios y para ello desacreditó la  bondad del Señor: “De ninguna manera moriréis.  Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores  del bien y del mal” (Gn. 3,5).  La rebeldía contra Dios quedó entonces aceptada por los primeros padres.   Adán se escondió de Dios y esa relación terminó en distancia.

 

A tiempo se han de buscar los medios para que la presencia de un conflicto descuidado no cause graves daños y serias consecuencias.  Hay que aprender a superar las diferencias e integrarlas para buscar un bien común.  Una vez el conflicto ha causado heridas, levantado barreras de separación y se ha tomado la decisión de un triunfo por la fuerza, ha de buscarse con sinceridad un entendimiento entre las partes que conduzca a su reconciliación.

 

Un corazón abierto al amor está dispuesto a complementar y a dejarse enriquecer por otro. El corazón herido se encierra en el propio egoísmo y es ese mismo corazón el que toma la opción por la reconciliación. Los acuerdos o tratados ayudan a un cese de agresiones, pero mientras el corazón de cada persona no se involucre en la reconciliación, la paz no será un fruto permanente.

 

En el proceso de reconciliación hay que sanar el corazón de las víctimas y de los victimarios y hay que mover el corazón egoísta de los indiferentes para llevarlos a un verdadero compromiso solidario.

 

EDUCACIÓN DIVINA PARA EL AMOR

 

Dios, que nos ha creado libres, ha querido tener relaciones cordiales, pacíficas y armónicas con los hombres.  Él que ama como padre solícito nos quiere ver felices, conviviendo contentos y en paz.  Pero bien sabe Él que la ruptura original por la presencia de la soberbia, el egoísmo y el mal, hace muy difícil una sana convivencia.  A Dios le preocupa que vivamos mal y nos hagamos tanto daño. Desde un principio, como pastor preocupado por la suerte de la oveja perdida, ha pretendido acercarnos y hacer más pacíficas nuestras relaciones humanas.

 

En la Palabra de Dios descubrimos toda una enseñanza paciente y progresiva que finalmente conduce a la reconciliación. Dios ha ido educando, a través de la historia de la salvación,  a una sana convivencia fundada en el amor.

 

El primer paso es respuesta a una violencia incontrolable:  “Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal”. (Ex 21, 23-25).  Es la “ley del talión”, que aunque aparezca dura, y tal vez salvaje, tiene por fin controlar el apetito desmedido de venganza y de justicia por propia mano.

 

Con el tiempo se avanza en la búsqueda de mejores relaciones entre los seres humanos.  Aparece en la Escritura la llamada “ley de oro” que aconseja con sabiduría: “no hagas a nadie lo que no quieras que te hagan” (Tb 4,15). Este mismo principio es expresado por Jesús de manera positiva: “Como queréis que os traten los hombres, tratadlos vosotros a ellos” (Lc 6,31).

 

Pero las simples normas de comportamiento no bastan para hacer relaciones humanas cordiales y justas.  Es necesaria la presencia del amor que lleva a buscar el bien del otro.  Dios manda entonces: “ama a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18);y este mandamiento está unido al primero “amarás a Jahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt 6,5, Lc 10,27).

 

El amor a sí mismo es el reconocimiento del amor de Dios en cada uno de nosotros.  Es el reconocimiento de que Dios lo ha hecho todo bien. Cada persona humana lleva en sí el sello divino de calidad.  Sin autoestima no somos conscientes de nuestro valor gracias a las cosas grandes que el Señor obra en nuestra limitación de creaturas.

 

El amor a sí mismo es requisito para trascendernos y querer a los otros.  Si yo no me perdono, no puedo perdonar al otro. Si no me quiero no me importa ver feliz al prójimo.  El amor a sí mismo debe ser bien entendido para evitar caer en el egoísmo, la vanidad y el orgullo.

 

La persona en su debilidad puede caer en la tentación del Maligno y convertirse en alguien que ofende y causa división y malestar en su vida.

 

Según la Escritura, el amor al prójimo aparta indiferencia ante la situación del prójimo y nos compromete con el que está equivocado.  No podemos desentendernos de él, del daño que se hace o causa a los demás.  El profeta Ezequiel dice al respecto: “Si yo digo al malvado: “Malvado, vas  a morir sin remedio” y tú no le hablas para advertir al malvado que deje su conducta, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti.  Si por el contrario adviertes al malvado que se convierta de su conducta, y él no se convierte, morirá él debido a su culpa, mientras que tú habrás salvado tu vida”.

 

Al hermano que yerra hay que hacer lo posible para reintegrarlo al sendero del bien y de la unidad.  Jesús enseña, en esta línea de responsabilidad con el prójimo que está equivocado, que se debe hacer con él un proceso de corrección fraterna, que teniendo en cuenta la realidad del propio pecado, llame al pecador a solas, luego, si no hace caso, lo increpe en presencia de dos o tres testigos, y de no alcanzar la conversión acuda a la comunidad, a la asamblea de los hermanos.  Si hasta la comunidad desoye, sea para ti como el gentil o el publicano (Cf. Mt 15, 15-17).

 

Para Jesús, y ésta es una gran novedad, el amor no se queda en los buenos, en aquellos que están cerca y hacen favores. De ser así sus discípulos no se diferenciarían de los publicanos y gentiles que son simpáticos con los amables e invitan a su casa para retribuir favores.  Los cristianos deben ser imitadores del Padre que hace salir el sol y llover sobre buenos y malos y el mandato de amor llega también a los enemigos y a los que los traten mal: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen” (Lc 6, 27-28; Mt 5, 43-48).

 

El amor a los enemigos es un mandato particular de los cristianos, no fácil humanamente de realizar, pero posible con la gracia de Dios y el ejemplo mismo de Jesús que en la cruz pidió perdón por quienes lo llevaban a la muerte (Cf. Lc 23,34) y dio su perdón al ladrón arrepentido. (Cf. Lc 23, 39-43).

 

AMOR MISERICORDIOSO

 

Dios siempre ha estado atento de nuestra situación y por eso lo invocamos para que venga en nuestra ayuda: “Dios mío ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme” (Sal. 70,2).  Dios se ha compadecido de nuestra miseria se ha acercado con un amor de misericordia.  Se abaja a nuestra situación para darnos la mano y levantarnos, de manera “y sin pedir nada a cambio” (Cf MV 14).

 

Jesús viene a dar testimonio del amor misericordioso del Padre. Declara: “Bienaventurados los misericordiosos, bienaventurados los mansos” (Cf. Mt. 5, 45).

 

La misericordia tiene que ver con el prójimo que está en estado de postración y de peligro de muerte y que por sí mismo no puede salir adelante.

 

La compasión de Jesús es la que lo hace tan sensible al sufrimiento y a la humillación de las gentes, es la fuerza que puede mover la historia hacia un futuro más humano.  El sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en serio por medio de una compasión solidaria y activa que sea presencia del Reino entre los pobres e indefensos.  Los últimos son los predilectos, los que no interesan a nadie, son los que más interesan a Dios (Cf Pagola, Fijos los ojos en Jesús, pgs. 163-167)

Entre las parábolas de misericordia que trae el Evangelio, la del buen Samaritano puede elegirse para ilustrar la cercanía amorosa de Dios (Cf. Lc 10, 25-37). El prójimo es el que no pasa de largo del herido, se compadece de su estado, se aproxima, baja de su cabalgadura, sana sus heridas y se preocupa de él hasta su completa recuperación.

 

Jesús es el Buen Samaritano. Dios que se ha acercado para curar las miserias que el pecado causa en nosotros, pues solos no podemos salir adelante. “La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona” (MV 3).

 

Para muchos la misericordia puede parecer un “signo de debilidad”. Francisco responde como Santo Tomás, que la misericordia es más bien la cualidad de la omnipotencia de Dios, capaz de prevalecer con su amor por encima del castigo y la destrucción (Cf. MV 6). Cuando entramos por la fe en el mundo de Dios nos encontramos con magníficas sorpresas: la obra maravillosa de la creación, la entrega redentora de un Dios que hecho hombre muere por nuestro bien en la cruz y la grandeza infinita de su amor misericordioso. “En este Jubileo dejémonos sorprender por Dios. El nunc se cansa de destrabar la puerta de su corazón para repetir que nos ama y quiere compartir con nosotros su vida” (MV 25).

 

Jesús de Nazaret viene a dar un mandato nuevo. Muestra de palabra y con su vida, que el amor verdadero llega hasta dar la vida por el amado (Cf. Jn 15,13).

 

Él mismo se coloca como paradigma del amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34). La entrega de amor de Jesús que da voluntariamente su vida tiene un especial sentido de reconciliación de Dios con el género humano. Su sangre sella un nuevo pacto, se derrama para el perdón de los pecados.

 

VOCACIÓN CRISTIANA A LA RECONCILIACIÓN

 

El pecado fue el rompimiento de la relación de amor que Dios quería con la creatura, pero la decisión en libertad del hombre y de la mujer fue separarse de Dios, su Señor, para buscar la felicidad por los caminos de rebeldía, sugeridas por el tentador. El  hombre por sí mismo no puede recorrer el camino de reconciliación de la creatura con su Creador, entonces Dios toma la iniciativa y envía a su Hijo para quitar la distancia infinita y ofrecer la reconciliación a la humanidad.

 

San Pablo presenta con una clara imagen, la reconciliación divina: Jesús derribó el muro de la enemistad que separaba a los hombres de Dios y a los hombres entre sí.

 

El muro es la barrera que interponen los humanos para fijar un claro distanciamiento. Los han levantado, algunos se han venido al suelo, otros permanecen y hay amenazas de construirlos para fijar una total separación.  Cuando no hay solución de los conflictos en las relaciones se ponen murallas de aislamiento, silencio que expresan la agresividad y la enemistad.

 

En Cristo hemos sido reconciliados, su justicia salvífica quiere ofrecer su amor para que lejos de la aversión experimentemos su voluntad salvadora para todos.

 

Dios nos llama a la reconciliación. Esa es nuestra vocación. Los gentiles, dice Pablo, estaban lejos, excluidos de la ciudadanía de Israel, extraños a las promesas, pero en Cristo los que estaban lejos están cerca por la sangre de Cristo, porque “Él es nuestra Paz, el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad… para crear en sí mismo un solo hombre nuevo, haciendo la paz y reconciliar con Dios en un solo cuerpo por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad” (Ef 2, 14-16).

 

MISION CRISTIANA DE RECONCILIACIÓN

 

En la segunda carta a los Corintios (Cf. 2 Cor 5, 17-21), San Pablo pone de presente a los discípulos de Jesús que reconciliados con Cristo asumamos el ministerio de la reconciliación.  Los reconciliados con Dios por Cristo, tenemos la misión de trabajar, no por el odio, sino por la reconciliación con Dios y con los hombres entre sí.

 

“Somos pues embajadores de Cristo. En nombre de Cristo os suplicamos: “Reconciliaos con Dios”.

 

Dios es amor misericordioso nos ha reconciliado con Él por medio de Cristo que ha cargado nuestras culpas, “lo hizo pecado para que viniéramos a ser justicia de Dios en El” (2Co 5,21).

 

El hombre debe remover los obstáculos y aceptar el ofrecimiento de Dios y dejarse convertir en nueva criatura, en resucitado.  Ha llegado lo nuevo y ha pasado lo antiguo (2 Co 5,17).

 

No es fácil mostrar misericordia, tememos que se aprovechen de nuestra bondad. Reconciliar como perdonar es un riesgo que hay que correr y que Dios ha querido asumir. Solo así se mantiene la esperanza de una nueva humanidad. La luz del perdón y de la reconciliación han de llegar al disipar las tinieblas de la ira, la venganza y el rencor para que nuestro anuncio sea el mismo de Cristo en la cruz y de Pablo: “Reconciliémonos en el Señor”.

 

“La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona.  La Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir ninguno” (MV 12).

 

Esta es la manera de pensar del Papa Francisco en relación con la misión reconciliadora y que expresa gráficamente con la imagen del hospital del campo de batalla:

 

 “Veo con claridad que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad.  Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla. Hay que curar las heridas y comenzar por lo más elemental”.

 

EXIGENCIAS Y PROYECCIÓN DE LA RECONCILIACIÓN

 

De la reflexión sobre la invitación a reconciliarnos podemos precisar algunas aplicaciones a nuestra vida concreta y a la realidad histórica que vivimos:

 

1. Es posible la tentación a pensar que el único conflicto no superado es el conflicto armado y esa manera de pensar nos hace olvidar otras instancias difíciles que     por no ser válidamente tratadas generan malestar en las personas y en la sociedad. Hay corazones con sentimientos enfrentados que quitan la paz interior. El         maltrato está presente en las relaciones familiares, laborales y ciudadanas. ¿Cómo esperar una sana convivencia social que acerque a los más lejanos cuando       resentimientos fuertes nos distancian de los más cercanos?

 

2. Donde existen conflictos no superados es necesario sanar las heridas, derribar muros y establecer condiciones nuevas de interrelación. La reconciliación es una     decisión de quien se da cuenta que hay que mejorar radicalmente el estado de cosas existente y es un proceso de largo aliento, muchas veces, que exige de         paciencia porque no se resuelve muchas veces de la noche a la mañana.

 

3. La reconciliación compromete ante todo el corazón de quien quiere arreglar lo descompuesto y por ello exige una verdadera conversión, que permita el cambio      verdadero de emociones y sentimientos abiertos a la sinceridad, al perdón, al deseo firme de una vida mejor para todos. Los pactos o acuerdos no son                    suficientes si no llevan la firma del corazón. Hay que dar, no sólo pensar en recibir: “Ofrece el perdón, recibe la paz” (Juan Pablo II).

 

4. El ofrecimiento de reconciliación que se da manera gratuita, requiere la aceptación de la contraparte para dar lugar a un estado de cosas. No puede ser el v           resultado de una negociación que contenta intereses personales o de grupo, sino conclusión de un diálogo que busca un bien común de justicia y bienestar para     todos.

 

5. La claridad de la inteligencia, la rectitud de la conciencia y la bondad del corazón son realidades especiales que deben ser pedidas a Dios en la oración. El             cambio interior es gracia de Dios: “Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará; de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os       daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi                 espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos” (Ez 36,25-27). Tenemos presentes las palabras de Jesús: “sin mí       no podéis hacer nada” (Jn 15,5).

 

6. Sin la aceptación interior no puede haber conciliación.  La reconciliación es la decisión que surge como reacción al mal causado y la voluntad de comenzar una       etapa de vida mejor.

    Una catequesis tradicional señala cinco condiciones para hacer una buena confesión que logre una verdadera reconciliación con Dios y con los hermanos.Se         trata de las actitudes internas que deben estar presentes en los espíritus de quienes buscan en serio y honestamente la reconciliación.Estas indicaciones, sin         lugar a dudas, sirven a quienes dialogan sobre el cese del conflicto y a los colombianos que quieren dar pasos hacia la paz.Recordémoslas:

 

Examen de conciencia: el penitente que busca la reconciliación con Dios revisa su vida pasada para descubrir en qué ha fallado de acuerdo con lo que Dios ha mandado para nuestro bien, y se hace varias preguntas: ¡En qué he obrado mal? ¿Mi actuación cómo me ha perjudicado como persona humana y como hijo de Dios? ¿A quiénes he causado daño con mi proceder? ¿Qué me ha llevado a tan malos comportamientos? En el examen de conciencia es bueno tener presente las omisiones, despreocupaciones o cooperaciones en el mal obrar de otros. Para completar la visión de la realidad es muy importante mirar también las bondades y gracias que Dios me ha regalado y que son la fuerza para levantarme y seguir adelante. Hoy se habla en la solución de conflictos de la necesidad de una “memoria histórica” que permita no olvidar los hechos nefastos  que se han realizado en el país, sus causas, sus responsables, las víctimas que han dejado con el fin de que no se sepulten en el olvido y se evite en el futuro esa clase de procederes antihumanos.

 

Contrición de corazón: Cuando se han determinado los puntos oscuros, con sinceridad y con mucha humildad, se han de aceptar los males cometidos y sentir dolor por los daños causados. El hijo pródigo de la parábola del Evangelio del capítulo 15 de San Lucas, cayó en cuenta de su mal proceder con su padre y de las consecuencias que su rebeldía le había causado. No le echó la culpa a nadie. Reconoció que sus comportamientos habían sido malos, que había despilfarrado la herencia y la posibilidad de tener un hogar caluroso. Le había salido muy costosa su arrogancia. Si no hay aceptación de los males que se han hecho y si no hay consciencia del  desastre causado a tantas víctimas y al país, si se buscan justificaciones y se evaden las responsabilidades, no va a ver una verdadera conversión, es decir, no se va a buscar una solución para el bien de todos los colombianos. Toda Colombia tiene que llorar por tantas desgracias que se han producido y clamar: “Perdona a tu pueblo, Señor”.

 

Propósito de enmienda: Me doy cuenta que las cosas no pueden seguir así. Es necesaria una conversión, un cambio de rumbo. El hijo pródigo tomó la decisión de volver a la casa de su padre y emprendió el camino del retorno. El penitente decide: Voy a comenzar una vida nueva con la ayuda de la gracia de Dios. Voy a aprovechar la oportunidad que se me da para seguir adelante con entusiasmo. Miro a Jesús que cae tres veces en su camino al Calvario y que se levanta y quiero imitarlo. No se puede seguir causando tanto mal y continuar el aumento de las víctimas. Es la voz que sale de la entraña de nuestro pueblo: “No más”. En un país de tantos recursos no se puede admitir la ambición y la injusticia. La violencia que se ha institucionalizado como imposición del propio parecer ha causado muchos muertos y lisiados. ¡Cuánta sangre y cuántas lágrimas se han derramado!. Esto no puede seguir así, no tiene ninguna razón de ser. Hay que aprovechar este momento de reconciliación para instaurar un nuevo país y sacar enseñanzas de tan dolorosa experiencia.

 

Confesión de boca: El cristiano que quiere reconciliarse va a hacer su confesión ante el sacerdote, ministro del perdón. Este requisito para algunos no tiene mucha acogida. Prefieren hacerlo directamente con Dios en la intimidad de su persona y no faltan algunos que opinan que no tiene sentido  declarar las propias culpas ante una persona que es también pecadora. Manifestar ante un tercero, en este caso el sacerdote que representa la misericordia de Dios y la presencia de la comunidad que ha sido lesionada, tiene un profundo significado. No es lo mismo arreglárselas uno consigo mismo, que profesar con la discreción debida los sentimientos del propio corazón. Es una confidencialidad que trae tranquilidad y crea paz interior. El hijo pródigo expresó su mal proceder ante su padre: “He pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser hijo tuyo” y la respuesta fue el abrazo acogedor de su padre que mandó hacer fiesta porque el hijo perdido había sido encontrado. Las víctimas quieren saber la verdad y escuchar el arrepentimiento de los victimarios y eso muchas veces les basta. La “comisión de la verdad” ofrecerá tal vez la oportunidad de expresar la falta que atormenta el corazón y la responsabilidad que se reconoce en el mal actuar.

 

Satisfacción de obra: cuando se han cometido faltas, y más si son atroces, y se ha lesionado seriamente al prójimo, se requiere reparar el daño causado. Han quedado muchos destrozos por el camino y se ha faltado a la justicia. La Iglesia invita a quienes se acercan al sacramento de la reconciliación a cumplir con una penitencia que tiene el sentido de mostrar el  arrepentimiento. La penitencia tiene también una intención medicinal. Busca curar las heridas en el propio corazón y mostrar el deseo de sanar las lesiones dejadas en el prójimo. Si se ha robado hay que retribuir, si se ha asesinado hay que preocuparse por los deudos. En esta dimensión hay que entenderse la justicia transicional para que no se dé campo ni a la venganza ni a la impunidad. Muchas “penitencias” pueden tener no solo una sanción penal sino también un carácter curativo. El caso de las minas antipersonas es muy indicativo. Se ha de limpiar el país de este peligro viviente y con la colaboración inmediata de quienes las han sembrado.

 

El cristiano que ha recibido el perdón del Dios, que es clemente y misericordioso, tiene que dar una respuesta agradecida a tan inmenso favor. La acción de gracias brota en el interior de quien ha hecho un buen proceso de conversión, toma el propósito de volver a Dios y emprendecon optimismo el camino de una vida nueva. El hijo pródigo, sin duda, agradeció a Dios por el regalo de un padre tan comprensivo que, a pesar de su rebeldía le reintegraba a la vida familiar y con una fiesta le daba la bienvenida. Fruto del encuentro de reconciliación es la alegría, el entusiasmo y el gozo de corazón que se sienten al haber encontrado paz y haber descargado la culpa que pesa sobre la conciencia.

 

Espero que la reflexión que hemos presentado nos sirva para hacer realidad la exhortación de Pablo: ¡Reconciliémonos con Dios, reconciliémonos con los hermanos!

 

Bogotá D.C., 23 de septiembre de 2015

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